lunes, 31 de enero de 2011

El derecho a la ciudad, Horacio González

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Se escucha en diversos ambientes el pensamiento de “recuperar la ciudad”. De la ciudad de Buenos Aires se trata. De la huraña, la enigmática, la conjetural ciudad de los porteños. La ciudad que alguien gobierna pero que nadie tiene. ¿Pero se conoce la ciudad? Desde hace muchos años suelen señalarse las diferencias sociales entre Norte y Sur, según el corte de la Avenida Rivadavia. En los últimos tiempos, se criticó el cercamiento clasista al que era sometida, al dificultarse los servicios médicos a los habitantes del conurbano. Mientras tanto, crecía la radicación de inmigrantes en nuevas localizaciones y las villas miseria se convertían en ámbitos de especulación inmobiliaria reflejando al capitalismo urbano realmente existente. Si por un lado se construía el Malba y el entrepreneur Alan Faena se ubicaba en el atolón de Puerto Madero, por otro se acentuaban los procesos laborales de servilismo, siniestros vasallajes cercanos a la mano de obra esclava.
Palermo Hollywood y Koreatown; Rosedal y Parque Indoamericano. Toda ciudad vive de sus polaridades. Si no se las ve con lucidez crítica, son temas para las guías turísticas. De lo contrario, deben ser la forma directa de visualizar las luchas sociales a través de los símbolos cívicos y las señales ideológicas del equipamiento urbano. En los nuevos inmigrantes, late un sentimiento de utopía. En los antiguos habitantes, en general, de miedo. La vida política de una ciudad tiene dos alas: una utopía de justicia urbana; otra, de recelo por lo extraño. Si triunfa este último, y por momentos parece estar triunfando, adiós Buenos Aires como ciudad abierta, como ciudad cardinal de una nación de relaciones sociales igualitarias. Una gran ciudad es una utopía y también lo que puede agrietar la vida de los utopistas, lanzándolos a la subsistencia mañosa.
Las tesis del urbanismo crítico de los años ’60 insistieron en que la ciudad era un medio de reproducción colectivo de la fuerza laboral, y que eso la caracterizaba por entero. Manuel Castells, uno de los promotores de esa idea, acabó descartándola al comprender que una ciudad es una obra de la imaginación colectiva, no producto inmediato de los modos reproductivos del capital en su necesidad de mano de obra. Por ejemplo, Pueblo Liebig, ciudad entrerriana a orillas del río Uruguay, podía haberse considerado una ciudad de esa índole, girando toda su actividad en torno del frigorífico. Pero en realidad, toda ciudad comienza su vida efectiva cuando se desprende de esa servidumbre respecto de un sistema productivo excluyente, que convertiría sus formas de comercio, circulación cultural, vivienda, salud, educación, etc., en superestructuras de consumo alrededor de su producción centralizada. El frigorífico ya no está y Pueblo Liebig subsiste como enclave turístico, un tanto fantasmal. La nostalgia, el humor triste, llevó a erigir allí el monumento al cornedbeef.
Pero, sin embargo, y sin que lo perciba, a pesar de sus milongas y sus plazas Cortázar, Buenos Aires es una simbólica ciudad-fábrica. Constituida por una plusvalía que se mide también en materia de tiempo laboral, como lo evidencian las horas pico del subterráneo, las estaciones Constitución, Once o Retiro con sus conocidas imposibilidades. Nombradas éstas de acuerdo con su grado de espesura y dramatismo, según el monto de obstáculo que oponen a los que circulan. Plusvalía temporal que pagan los trabajadores. El Obelisco es un hecho económico comunicacional (además de todo lo que se ha escrito sobre él, atinado o desatinado), porque significa “aquí está el centro”. Voluntad de conquista que sacude al conurbano y a todas las demás regiones con un dictamen de anexión y preponderancia. Una ciudad fábrica entendida como metrópolis central cree tener derecho a elaborar reclusiones de espacio y tiempo. Y junto a ello, a definir quiénes van a ser sus subalimentados, sus excluidos, sus masacrados. Lo que se reproduce es la sustracción del tiempo del habitar. Se imponen celdillas existenciales, como todo encuestador sabe muy bien. El habitar se torna sucedáneo de un hecho de consumo. Se puede saber cómo piensa la ciudad según dónde se vive, cuáles son los equipamientos domiciliarios.
El macrismo quiso desactivar a Buenos Aires convirtiéndola en sumas individuales de consumos de mercado; la piensa como si fuera el resultado de un frigorífico extinguido que estaba en su centro y por suerte dejó de funcionar, abandonando pellejos vacíos, aunque persisten funcionamientos serviles respecto de un centro de captura. Ciudad ya no laboral, sino una colmena oscura de habitantes atrincherados. Abandonó la idea, ingenua pero atendible, de la ciudad como centro cívico democrático y la confiscó con abstractos diseños comunicacionales, tal como una reciente publicidad hace con la ciudad de Claromecó. Gracioso es. El problema es que se piense así en el ejercicio de la política. El macrismo, no obstante, quiso mimetizarse con todo lo anterior: en un aspecto hasta remedó al “progresismo cultural”, en otro, a las policías científico-represivas y a sus servicios de información. Hizo un gobierno de facsímil y repetición: punteros importados del peronismo, simulacros de timbreos barriales, diálogos imaginarios con vecinos, previamente escritos en el gabinete de asesores. En general, deshistorización de la ciudad. En vez de memoria, design. En vez de justicia urbana y equipamientos públicos, atomización ciudadana. La trágica memoria de Cromañón tuvo una resolución de derecha, y la ciudad todavía debe otra reparación germinadora de vida a sus jóvenes sacrificados.
La ciudad macrista se parece a esas recorridas con fantasmales ómnibus turísticos que dicen city of books, a las bicisendas que cercenaron calles sin entender que se necesita una “voluntad maoísta” para crear masivos ciudadanos-ciclistas. Ellos vendrán, sin duda, pero su modelo de ciudad amigable es ahora una ciudad hosca, desnutrida, quizás a la espera de órdenes invisibles para salir de cacerolas. Coactiva, encerrada, con su flotilla de taxis a toda hora expandiendo una única conversación-mercancía, que gira entorno de la expectativa ansiosa de un putsch. Tal como Martínez Estrada lo percibió, mirando los picnics en los parques de los años ’30, aparentemente inocentes. O como Oscar Masotta lo imaginó en 1955, al escuchar en un cine de Flores los aplausos a ciertas escenas alusivas de Nido de ratas, con Karl Malden y Marlon Brando. Vaticinó: “Va a caer Perón”.
Sin saber que la ciudad habla y gime con rencor mientras no deja de pensarse como una utopía, es difícil tomarla como motivo de debate, incluso electoral. Vivimos uno de esos momentos y, más allá de la forma que adquiera la confrontación, será esencial decir que hay que reconstruir el derecho a la ciudad, tal como los urbanistas de las izquierdas sociales lo proclamaron ya hace mucho tiempo. Henri Lefebvre, bajo ese concepto, pensó ciudades como valor de uso, no como abstracciones publicitarias, capaces de desplegar nuevas políticas espaciales y de tiempo urbano liberado, creador. Este rango de utopismo es necesario ahora, porque es el que desentraña el sentido de las ciudades en el acto de construir viviendas, de plantear nuevas políticas de tierras, sanear sus ríos, reformar las policías, imaginar renovados servicios judiciales, urbanizar sus villas miseria sin plagiar éstas a las metrópolis gigantescas en un juego de espejos invertidos, estimular sus vanguardias culturales, recuperar sus viejos cines, volver atrás de la desmoralización urbana que proponen los shoppings centres para imaginar nuevas ferias modernas, desafío para diseñadores arquitectónicos de un nuevo linaje urbanístico. Y principalmente, la hipótesis de seguridad democrática que debe ser adoptada, haciéndola depender de una antropología de urbanización democrática, de una gran transformación en las artes y oficios en el sujeto urbano y suburbano.
Recomponer Buenos Aires es una empresa equivalente a una refundación material, moral, artística e intelectual. En toda gran metrópolis hay ciencias ocultas, clandestinidad y secreto. Estas evidencias no deben alcanzar su punto de fusión con la producción capitalista de la ilegalidad, que ya son formas de dominio fuertemente alienadas que afectan a la ciudad abierta. La hipótesis de “inclusión social” es generosa, pero debe ser acompañada del proyecto de cambiar también la ciudad –en el sentido de su cultura democrática y social–, en la que simultáneamente nuevos habitantes de pleno derecho se incluyan. La ciudad es una máquina incesante donde millones de acciones humanas se interrogan a sí mismas, por eso no debe quedar en manos de poderes que hagan de ese universo genérico un poder abstracto, un logotipo disciplinario. Las grandes tecnologías contemporáneas son manifestación de una urbe viva, no ésta de aquéllas.
Las colosales obras de ingeniería, la acción de una tuneladora o de grandes grúas deben ser decisiones políticas democráticas y no manifestación de un poder técnico que desconecte para siempre a la urbe de las lluvias o de la naturaleza. Los grandes puentes son la historia de la ciudad. El pavimento no es ocultación del suelo sino dialéctica cultural de la existencia urbana. El conurbano debe ser repensado en el sentido del urbanismo crítico, de nuevas vías de comunicación no radiales, de la justicia social y un mundo laboral-existencial volcado a un juego centro-periferia, intercambiable y sin subordinaciones, realmente emancipado. Hay que refundar también las ciudades periféricas del viejo conurbano, expandir fundaciones laterales, recrear sus aparatos educativos mediante una gran reforma pedagógica que realce las formas de vida suburbanas a la luz de nuevos descubrimientos culturales universalistas. Hay que ir hacia el sur, el oeste y el norte de la Región Metropolitana, hacia todo el cuadrante de las aguas y los vientos, hacia el Río de la Plata, con nuevas hipótesis habitacionales y de socialización de las tecnologías del vivir intervinculante.
Para replantear a Buenos Aires, es posible convocar a una vasta familia de arquitectos e ingenieros; demógrafos, sanitaristas y antropólogos; críticos literarios, técnicos, sociólogos, psicólogos y novelistas; cineastas, políticos e informáticos de nuevas estirpes, las profesiones de la construcción y la imaginación, ésas y otras, que están destinadas a repensar las ciudades por el trabajo, el arte y la política. Existe el saber de los que trabajaron y trabajan con la materia viva popular y los símbolos literarios de vanguardia, los que ya se empeñaron y se siguen empeñando en la tarea, como los arquitectos Bereterbide, Marcos Winograd, Juan Molina y Vedia. En esas filas trabajaron y trabajan también los que se ocuparon de escribir la ciudad, como Roberto Arlt, Borges, Scalabrini Ortiz, David Viñas. Es en esta época, no otra, donde esto, además de poder ser discutido, se preste al sentimiento de que es posible otro habitar y otro convivir en la ciudad de Buenos Aires.

Horacio González:  Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.
Fuente: Diario Página 12

miércoles, 19 de enero de 2011

Artículo sobre Turismo Cultural


”Hay que educar a la comunidad para que aprecie el medio donde habita”
El arquitecto Conti destaca, entre otros temas, la relación entre patrimonio, calidad de vida y desarrollo integral.
Alfredo Conti
Alfredo Conti, arquitecto especializado en preservación del patrimonio, dirige el Posgrado en Patrimonio y Turismo Sostenible, de la Cátedra UNESCO de Turismo Cultural de Buenos Aires, única en América.
Los objetivos del  Posgrado, que se dicta a partir de abril por segundo año consecutivo, son capacitar a los participantes en el diseño, implementación y seguimiento de proyectos de turismo sostenible, proveer las herramientas teóricas y metodológicas básicas para la gestión del patrimonio  y su uso turístico sostenible y para la adecuada comunicación e interpretación del patrimonio cultural y natural de Argentina y de América latina.
Sobre la educación como clave para la protección del patrimonio, entre otros temas, se explayó el arquitecto Conti durante la entrevista.
"No es infrecuente ver situaciones en que se busca el beneficio propio, o sectorial, sin considerar el común", dice en relación a las erráticas medidas relacionadas con la preservación de nuestro patrimonio arquitectónico y cultural en general.
"El furor demoledor, traducido en pura especulación inmobiliaria, es la prueba de una búsqueda de beneficio económico sin importar las consecuencias y al amparo de la carencia o insuficiencia de normas de protección, no sólo del patrimonio, sino de la calidad de vida integral de la población", asegura.
Conti es investigador independiente de la Comisión de Investigaciones Científicas de la Provincia de Buenos Aires, subdirector interino del Laboratorio de Investigaciones del Territorio y el Ambiente (Linta), presidente del Comité Argentino del Icomos e integrante de su Comité Ejecutivo Internacional y asesor de la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos. Actúa como ponente, relator o coordinador  en congresos y reuniones científicas en diferentes ciudades de Argentina y en otros países de América, Europa, Asia y África. Publica sus trabajos regularmente en “Anales Linta” y ha realizando publicaciones sobre temas de su especialidad, además, en otros medios de difusión del país y del extranjero.

Reconoce que hoy ningún funcionario hablaría en contra del patrimonio porque se sabe que no es políticamente correcto. "Pero no se actúa en consecuencia, o, lo que es peor, en ocasiones se actúa en forma contraria", afirma.
Y advierte que cualquier política se preservación del patrimonio debe ser hecha para la gente y con la participación de la gente. "Sería impensable una implementación de espaldas a la comunidad. Todo ésto exige, de todas maneras, algunas condiciones y una fundamental es la educación para el patrimonio".
-¿En un contexto de crisis y de pobreza creciente ¿cómo se sostiene la necesidad de preservar el patrimonio arquitectónico, artístico y cultural en general, frente a necesidades mucho más acuciantes? ¿Cómo establecer, en todo caso, un orden de prioridades?

-Debería comenzar diciendo que el patrimonio cultural no existe como cosa en sí, sino que es una creación humana; hoy decimos que es una “construcción social”. Como tal, es creado para satisfacer una necesidad, en este caso vinculada a cuestiones espirituales, comunitarias, culturales, inclusive políticas. La identidad, de la que el patrimonio cultural es un referente, es un derecho humano esencial. Queda claro que, ante situaciones de crisis y pobreza creciente, parece fuera de lugar hablar de proteger el patrimonio cultural como una prioridad, pero éste puede convertirse en un factor de desarrollo y, como tal, no debería nunca ser desdeñado.  

-¿Cómo contribuiría al desarrollo?

-La idea actual de desarrollo no se basa sólo en el crecimiento económico sino en un desenvolvimiento integral del ser humano y de la comunidad. Está vinculado al afianzamiento de la identidad y del sentido de pertenencia a una comunidad determinada. En el plano económico, el patrimonio es un recurso y, entre otros aspectos, es la materia prima del turismo; en ese campo no sólo actúa como agente de beneficios directos -el dinero que gastan los turistas en traslado, alojamiento, comidas, entradas- sino también contribuye a la generación de empleo o de oportunidades de capacitación.
-¿Cuándo empieza, cuándo se instala, la preocupación por el patrimonio en la Argentina?

-Si bien la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos comenzó su actividad en 1940, existen antecedentes. La preocupación por registrar y proteger testimonios de la historia y de la arquitectura en Argentina se manifestó con la generación del Centenario. En un texto de 1909 Ricardo Rojas mencionaba explícitamente la necesidad de conservar edificios como un modo de afianzar y preservar la identidad cultural nacional.

-Si no es una preocupación nueva y podemos de alguna manera remitirnos a los tiempos del Centenario ¿qué distingue el rol que cumplía entonces el patrimonio como dador de identidad en relación con lo que ocurre ahora, a las puertas del Segundo Centenario?

-En la época del Centenario la sociedad argentina recibía el fuerte impacto de la inmigración; en algunas ciudades y colonias agrarias la mayoría de la población era extranjera. Si bien eso era parte del proyecto de la generación del 80, se imponía argentinizar a esa sociedad heterogénea y proveniente de los más diversos contextos culturales. El patrimonio fue entonces construido sobre la base de un proyecto; de ahí que los primeros monumentos nacionales -los declarados entre 1910 y 1940, cuando empieza a trabajar la Comisión Nacional-  son fundamentalmente edificios vinculados a hechos o a figuras memorables de la historia nacional. Una historia construida a la vez sobre la base del culto a figuras individuales y destacando los procesos de independencia, organización y modernización del país. Las diferencias con las vísperas del Bicentenario son notorias en varios aspectos; quizás, en lo que hace al tema de que hablamos, no parece evidente la existencia de un proyecto cultural.
-De 1983 a hoy no se logró aprobar ninguna ley nacional de patrimonio y seguimos rigiéndonos por la de 1940. ¿Por qué no logramos incluir estos temas en la agenda de la democracia?
 -El tema se ha incluido en la agenda de la democracia, de hecho existen algunos proyectos de ley nacional, pero hasta el momento no han sido sancionados. Hoy ningún funcionario hablaría en contra del patrimonio porque se sabe que no es políticamente correcto. Pero no se actúa en consecuencia, o, lo que es peor, en ocasiones se actúa en forma contraria. Hay varios factores: a veces el patrimonio no parece más que una suerte de “botín político”, importa más quién logra sancionar su proyecto que el proyecto en sí, pero no por el patrimonio sino por el rédito que puede dejar. O bien no se toman algunas medidas, por ejemplo, frenar la destrucción del patrimonio, porque hay detrás fuerzas económicas muy poderosas a las que los políticos prefieren a veces no enfrentarse.  

-¿Se puede pensar en políticas de preservación exitosas sin tener en cuenta a la gente?

De ninguna manera. Cualquier política se preservación del patrimonio debe ser hecha para la gente y con la participación de la gente; sería impensable una política de preservación diseñada o implementada de espaldas a la comunidad. Todo esto exige, de todas maneras, algunas condiciones, una fundamental es una educación para el patrimonio.   Un slogan, muy repetido dice que no se puede querer lo que no se conoce. Hay que educar a la comunidad para que aprecie, cree y recree su historia, su cultura y el medio donde habita. Luego está la educación específica, la formación de especialistas, aspecto en el que Argentina no está mal posicionada; varias universidades del país forman especialistas en patrimonio. El problema viene después, con sus posibilidades de inserción real en los cuadros o esquemas de gestión.

-¿Qué aporte puede hacer en este sentido el turismo cultural? 

-El turismo es actualmente la primera actividad económica mundial. El turismo cultural, por su parte, experimenta un crecimiento cualitativo y cuantitativo durante las últimas décadas. El turista cultural consume patrimonio y además suele ser respetuoso tanto del patrimonio como de la comunidad residente. Argentina pasa en los últimos años por un desarrollo importante del turismo, se han incorporado atractivos que no estaban disponibles hace algunos años. Un ejemplo es el turismo rural, hoy es posible no sólo conocer de cerca la vida rural sino que se han abierto estancias muy importantes desde el punto de vista histórico y artístico.
La inscripción de un sitio en la Lista de Patrimonio Mundial de la Unesco actúa como promotor del incremento de visitantes. En algunos sitios argentinos, como las estancias jesuíticas de Córdoba o la Quebrada de Humahuaca, vemos que se han hecho y se están haciendo esfuerzos por satisfacer los requerimientos de los visitantes a la vez que gestionar adecuadamente la conservación de los bienes patrimoniales. Hay otros ejemplos de turismo sostenible, es decir respetuoso por el medio y por la comunidad residente, como La Cumbrecita, en Córdoba, donde se da la bienvenida al visitante pero a la vez se ponen algunas condiciones, como no ingresar a la localidad con vehículos o recomendaciones muy específicas respecto a residuos, o no dañar la vegetación. Todo esto contribuye a la preservación del recurso patrimonial.
De todos modos, hay algunas trabas para un mayor desarrollo del turismo. Por mencionar una, el sistema vial; básicamente es el mismo de hace sesenta años con un parque automotor que creció varias veces. El colapso del sistema ferroviario tampoco juega a favor.

-Aquí se ve la estrecha relación entre  patrimonio, calidad de vida y desarrollo integral...

-Quienes trabajamos en patrimonio somos concientes que no lo hacemos pensando en el pasado sino en el futuro. Preservamos testimonios del pasado para construir un futuro en que las próximas generaciones conozcan sus raíces y su identidad. También lo hacemos pensando en calidad de vida de la comunidad, una calidad de vida que no pasa sólo por aspectos biológicos -ciudades sanas, bien ventiladas o asoleadas, con preocupación por mantener la escala de barrios tradicionales, evitar la irrupción de edificios de altura que generen colapso de la infraestructura o irrumpan en la privacidad de las casas existentes - sino también espirituales, donde la comunidad alcance el máximo desarrollo de sus potencialidades. En ese sentido, la preocupación por proteger y conservar el patrimonio es una actitud claramente moderna.

-¿Cuándo comienza a ampliarse el concepto de patrimonio, que ya no apela sólo a la cultura, sino también a lo social y a lo simbólico en general?

-Es un proceso que se dio a lo largo del siglo XX. Las primeras teorías sobre patrimonio hacían hincapié en los monumentos, es decir las grandes obras maestras o los edificios donde habían ocurrido hechos memorables. A mediados del siglo XX se amplía el concepto a la idea de testimonio de una cultura o de un momento de la historia. En los últimos años se incorporan otras ideas, como itinerarios culturales, que llevan al patrimonio a una escala territorial, y se trabaja mucho en patrimonio inmaterial: la música, los relatos orales, los conocimientos tradicionales. El patrimonio pasó así de una visión arquitectónica a otra más antropológica, más comprensiva. Hoy se lo concibe como un sistema complejo de componentes materiales e inmateriales, que refleja la diversidad cultural del planeta.

-¿Por qué como sociedad no podemos parar el "furor demoledor" ni sacar leyes criteriosas en relación a la conservación arquitectónica?

-Quizás una clave para comprender nuestra idiosincrasia sea la tendencia al individualismo. No es infrecuente ver situaciones en que se busca el beneficio propio, o sectorial, sin considerar el común. El furor demoledor, traducido en pura especulación inmobiliaria, es la prueba de una búsqueda de beneficio económico sin importar las consecuencias y al amparo de la carencia o insuficiencia de normas de protección, no sólo del patrimonio, sino de la calidad de vida integral de la población.

Carmen María Ramos
Fuente: Cátedra UNESCO

Perfil del entrevistado: 
Alfredo Conti tiene 56 años. Es arquitecto, graduado en la Universidad Nacional de La Plata.
Ejerce la docencia en el ámbito universitario desde 1978, en áreas ligadas a Historia de la Arquitectura, Conservación del Patrimonio y Turismo, en las Universidades de La Plata, Buenos Aires, Mar del Plata Belgrano y Católica de La Plata. Actúa como asesor ante organismos públicos y privados en temas relacionados con preservación de edificios y de áreas y centros urbanos.

 Desde 1992 es miembro del Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS), donde ocupó, en el comité argentino, los cargos de Secretario General (1996-1999), Vicepresidente Regional (1999-2002), Vicepresidente (2002-2006) y Presidente (desde 2007).  Es miembro de los Comités Científicos Internacionales del ICOMOS sobre Ciudades Históricas, Itinerarios Culturales y Patrimonio del Siglo XX.

Desde 2000 actúa como experto del ICOMOS para la evaluación y seguimiento de sitios Patrimonio Mundial, entre 2002 y 2007 representó al ICOMOS en el trabajo de informe periódico y seguimiento de la aplicación de la Convención del Patrimonio Mundial en América Latina y el Caribe y en el período 2007-2008 actuó como Asesor de ICOMOS para la evaluación de nominaciones a la Lista del Patrimonio Mundial de UNESCO.