viernes, 1 de abril de 2011

Periplo, Rafael Toriz



Por supuesto, la travesía llegará a
su fin antes de alcanzar la costa.

Georg Simmel

Toda tentativa de viaje, toda intención de periplo, debería ser un ensayo. Apreciación de situaciones o exploración de posibilidades que sólo encuentra justificación en su ejercicio: todo ensayo, para serlo, debe estar permeado por aquello que Blumenberg denominó “la inquietud que atraviesa el río”.


Y en efecto, navegamos la metáfora. Como Quijano ensoñado, el viaje fatiga y explora la prosa del mundo, ayuda a pensar el sentido de la vida, que es el conocimiento de la propia finitud. El hombre como un ser-para-la-muerte.


Este espectro compañero impera en nosotros desde el inicio del camino; nos hace saber que la huella —la marca del nombre en la piel texto— pretende, siquiera en el verbo, habitar la tierra; morir pero no del todo y preservar así el motivo de la infelicidad: la inicua voz de la memoria. Heidegger obliga a pensar todo acto de creación como una respuesta ante la inexistencia, a tomar conciencia de la infinidad del mundo y de la infamia de nuestra condición para llegar a la única certidumbre posible: detentamos una pobreza tan aguda que sólo consiente el comercio de palabras. De allí que Alfonso Reyes, en un ensayo similar a un pellizco de pezones, sostenga que en el viaje muchos han perdido la felicidad. “Si entras aquí, abandona toda esperanza: estás, para siempre, entre la perduta gente.” Nunca más Ulises podrá habitar indemne sus palacios, ni siquiera un 16 de junio de 1904. Aquel que ha emprendido el viaje, aun sin abandonar el puerto, sabe que la travesía, como el ensayo, puede ser un canto ontológico: cruzará la playa de la voz y nos sumergirá, catatónicos, en el océano del ser.


Durante la mayoría de mis viajes he procurado cargar con libros. Por lo general escojo al azar un compañero breve de fácil transportación. Esos libros, los viajeros, han sido causantes de grandes placeres melancólicos. Ver una página vieja, la fecha de lectura o el lugar de adquisición, consiguen, aunque de manera superficial, instalarme en aquel lejano, interfecto viaje.


Viajo con libros por mi amor a las ciudades, porque siento que cuando llevo al hogar obras adquiridas en espacios lejanos un extraño sentimiento de plenitud me aborda: es como si me llevara trozos, momentos del territorio en rectángulos discretos; como si al visitar ciertas páginas las ciudades se desplegaran sobre sí mismas ante mis ojos, experimentando, a la vez, la extranjería y la pertenencia, la hospitalidad y el desarraigo.


Desde aquella distante lectura tormentosa —cruzaba afiebrado los nevados Pirineos en un tren rumbo a París— de El diablo en el cuerpo del joven Radiguet, abandoné para siempre la pésima costumbre de leer en movimiento (en mis alucinaciones estaba seguro de haber sufrido desprendimiento de retina). Está comprobado que leer durante los trayectos terrestres, aéreos y marítimos es malo para la vista: queda cancelado el disfrute del paisaje.


Revisando antiguos viajes, recuerdo uno particularmente bello en compañía de un libro extraordinario. Había apenas finalizado la preparatoria y junto con la enamorada en turno decidí hacer un precario viaje relámpago a la isla de Cuba. Más que una adolescente efervescencia revolucionaria me animaba la idea de conocer, siquiera unos días, la vida de un país socialista. De aquel viaje alucinado recuerdo el carnaval de julio, la cerveza infame del estado, las nalgas severas de innúmeras cubanas y las monedas de tres pesos.


El libro en cuestión, que tenía de todo menos botella, rumba y bofetá, era un extraño artefacto agrupado bajo el nombre de Disertación sobre las telarañas. Recuerdo haberlo leído con la complicidad de la pareja en la paupérrima belleza de Santiago de Cuba.


Recuerdo también haber deseado escribir como Hiriart; su prosa fue un encuentro deslumbrante, gratísimo y provocador. Me sorprendieron sus temas, la filosofía al servicio de la literatura y las preocupaciones mundanas, es decir, reales. Escuchaba en sus líneas una voz seductora. Comprendí en ese momento que me daría por bien servido si algún día mis letras imberbes pudieran hacer un mínimo eco a ese pequeño, nutrido libro. Advertí que sería el ensayo, más alebrije que centauro, la forma amorfa en que vería mi reflejo.


Supe, ya para siempre, que viajar —como escribir— sería un mandato vital, una consigna irrenunciable. Para escribir ensayo es necesario ensayar la vida: perderse, hallarse, sentirse y dispersarse. Toda mi vida ha sido un ejercicio de prueba y error, disipación y pirotecnia.


Recordarme en otros lugares en otro tiempo me ha permitido llegar a una única certeza aledaña a la de la muerte: el ensayo ha sido, en toda la extensión de la palabra, el viaje de mi vida.
 




Rafael Toriz (Xalapa, 1983) es ensayista y narrador. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes en 2004. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2003-2004) y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (2006-2007). Ha publicado el bestiario Animalia (Universidad de Guanajuato, 2008) con litografías de Édgar Cano.